El capitalismo y la destrucción de la civilización (1982)

El capitalismo y la destrucción de la civilización

Joaquín Miras



La historia del capitalismo es la historia de su expansión. A lo largo del tiempo, el capitalismo se ha desarrollado extendiéndose por la geografía del planeta. Pero, junto a esta clase de expansión, se ha desarrollado también otra, consistente en la conversión en motivo de logro económico de todas y cada una de las necesidades y potencialidades humanas.

El capitalismo que conoció Marx en su vejez, concentraba su actividad en la fabricación de bienes de producción fundamentalmente -maquinaria, barcos, ferrocarriles, etc-; a esto habría que añadir la importante producción textil, y algunas ramas de la alimenta­ción, desarrolladas temprana­mente: la harina y el azúcar. La posterior producción del capi­talismo, sobre todo a partir de la llamada «gran crisis», de los años 20 y 30, como medio de superar aquella, consistió en la apertura de nuevos campos a la inversión capitalista y, especialmente, el área inexplorada del consumo individual. Aparecie­ron, a partir de entonces, dece­nas de miles de productos nue­vos; desde bragas de nailon a lavadoras o frigoríficos; desde desodorantes a suavizadores de ropa, etc. hasta alimentos que no engordan y ropas que no abrigan y píldoras que bron­cean la piel y, sobre todo, ¡coches!, muchos coches... Una enorme cantidad de todos estos objetos eran -son- irremediablemente inútiles. La invasión capitalista de lo que, hasta entonces, había sido denominada la «vida privada» había comenzado. 

El «hombre de la calle» 

Esta desordenada y masiva aparición de nuevos objetos, cuyo destinatario era, por pri­mera vez, el «hombre de la calle» -cualquiera-, debía ir indispensablemente acompaña­ da de una compulsiva, siste­mática, manipuladora trans­formación de los hábitos, los usos, las necesidades, los deseos y la filosofía de la vida, en general, de las masas. Había que lograr que el «ciudadano» se habituara a «usar y tirar», necesitara imprescindiblemente <<terceros brazos», repudiara su propio olor corporal, deseara poseer más objetos y, en defini­tiva, considerara globalmente que la procuración y uso de toda esa parafernalia industrial era el objetivo de su vida y la prueba de su triunfo social. La médula de la transformación consistía en conseguir que las masas ansiaran consumir más cosas y en mayor cantidad, y que desearan trabajar más, incluso a mayor ritmo -fordis­mo-, con tal de tener los medios para conseguir lo que anhelaban. Se trataba; pues, lisa y llanamente, de liquidar todo un modelo de civilización existente, y sustituirlo por la barbarie cotidiana de la induc­ción de usos y valores funcio­nales a la producción capitalista. Había, pues, que eliminar toda forma de entender la vida fundamentada en valores tendentes, no al consumo, sino al desarrollo de aspectos cualitativos del ser humano: el gusto por la literatura, el placer -activo- de tocar un instru­mento, el ansia de saber, el agrado por el ejercicio físico realizado por uno mismo, el disfrute y la autogratificación con la simple compañía de otros seres humanos... Se debía terminar con cualquier tipo de orientación vital que no pudiera ser satisfecha mediante el consumo de productos indus­triales. Quien quisiera gozar de la música, debía, no ingresar en un orfeón, sino comprar dis­cos, el que deseara divertirse debía, no reunirse con otros sino adquirir un televisor. Había que liquidar la iniciativa personal, la creatividad, había que imponer la autoinhibición. Todo esto era fundamental, más aún, vital, para la subsis­tencia del capitalismo. La alter­nativa era así de simple para la perpetuación de la clase dominante: o liquidación de la civilización y consiguiente depauperación cultural de los hombres -barbarización-, o fin de la plusvalía, y, consiguientemente, del capitalismo. Frente a esta imperiosa nece­sidad de destruir la civilización que tenía la burguesía, se halla­ban las corrientes revoluciona­rias del movimiento obrero organizado de los años 20 y 30. A la cabeza del mismo, por su clarividencia al respecto, se encontraba el movimiento comunista internacional, en cuyas filas se tenía clara cons­ciencia de la disyuntiva que se planteaba: socialismo o barbarie.

La corriente revolucionaria

La burguesía tenía que acabar con aquella peligrosísima situación en la que tanta influencia poseía la corriente revolucionaria y comunista, y se puso a la tarea con eficacia: desde la subida al poder de Mussolini al macarthismo de los años 40 y 50, golpe tras golpe, se fue triturando siste­máticamente, no sólo a las corrientes revolucionarias originadas en la civilización occidental, sino también a aquellas corrientes verdadera­mente humanistas, portadoras de valores éticos, de razón y libertad. Todos los medios fueron considerados buenos: desde la matanza masiva y el terror dictatorial, a la potenciación de las alas reformistas del movimiento obrero, cuyas «morigeradas» y «responsa­bles» reivindicaciones de «mejores condiciones de vida» encajaban perfectamente con los designios económicos capitalistas.

El movimiento revoluciona­rio occidental, los comunistas, no supimos y no pudimos impedir el éxito de la burguesía, ni la consecuente mons­truosidad civilizatoria que sobrevenía; se impuso la «sociedad de consumo», es decir, la sociedad basada en disvalores, en pautas inhumanas de vida: la antici­vilización, y esto impregnó la entera sociedad capitalista, incluida la clase obrera. Concretamente, en la España del «desarrollo», tras la espeluz­nante derrota con que se saldó la guerra civil, había desapare­cido cualquier rastro de aquel, tan habitual, obrero ateneísta ilustrado, lector incansable, músico u orfeonista o actor afi­cionado, e, incluso a veces, en su casa, nudista convencido. Había sido sabiamente destruido aquel hermoso acerbo cultural, demasiado inocente quizá, pero tan humano; la alternativa fue el país que todos conocemos.

Hoy día, cuando, una vez más, el capitalismo en crisis amenaza con volver a urdir otra nueva, y aún más aluci­nante, agresión contra la humanidad para intentar salir de su crisis. Cuando se aprecian ya, claramente, los indicios de que la descomunal agresión que el aparato productivo-destruc­tivo capitalista inflige a la naturaleza puede ser, a corto plazo, irreversible, y dar lugar a la extinción de la especie humana, nosotros, los hombres y mujeres comunistas, legítimos herederos de la civilización ilustrada y humana, tengamos en cuenta la historia pasada y levantemos sin miedo, de nuevo, nuestra bandera. Nunca como hoy, hasta la misma naturaleza exige una civiliza­ción basada en la austeridad, en valores que no induzcan al consumismo y al despilfarro, a la enajenación; nunca como hoy estuvo tan clara la necesidad, ya, ahora, y para la supervivencia de la especie, del hombre nuevo del comunismo: ¡comunismo o barbarie! 


Texto aparecido en el núm. 26 del periódico Avant, pág. 10. 23 de diciembre de 1982. Se encuentra disponible online en el arxiu Josep Serradell.

Comentarios