Balance. Recuento. 1982 - 2006 (2006)

Balance. Recuento. 1982 - 2006

Joaquín Miras [*]



Introducción 

Los recuerdos que narro son consecuencia de la previa derrota del ciclo de luchas de la izquierda, o mejor dicho, del ciclo de luchas populares abiertas en el mundo por la clases subalternas tras la Segunda Guerra Mundial. Es un ciclo de luchas que en determinadas zonas del planeta se mantiene interrumpidamente desde la propia Segunda Guerra Mundial, -p.e., Vietnam; no China, en donde la lucha es muy anterior-. En otros lugares es consecuencia de procesos populares de luchas que se abren desde la segunda mitad de los cincuenta –Argelia -¿?-, Cuba, todos los procesos de descolonización Africanos, etc.-. Y las luchas que se abren en Europa y en EEUU desde comienzos de los sesenta. Este ciclo de luchas es derrotado por el capitalismo y es liquidado en su totalidad, a fines de los setenta y comienzos de los ochenta. [Este apartado debe ser enriquecido y mejorado: la dificultad para fechar es patética. A recoger las ideas de Ingrao]. Una de las causas muy importantes es la falta de coordinación de las luchas, frente a un capitalismo que organizaba de forma envidiable todos sus recursos y esfuerzos. Las fuerzas políticas que articularon esas luchas fueron remisas. Entre nosotros, desde luego, la idea de “vías nacionales hacia el socialismo” era, en este sentido, una estrategia automutilante, que mostraba el deseo de una izquierda por ser reconocida por el atlantismo, y por no causar problemas; una izquierda que se siente embarazada por el nuevo ciclo de luchas que se abre: autoderrota. Hay que matizar concretando las diversas situaciones. En España la dirección exterior del partido concibe las nuevas fuerzas en presencia como un medio o instrumento de lucha de cara a la derrota de la dictadura. En Italia y Francia, donde la lucha de la Resistencia había sido operativa, y había sido dirigida por los comunistas, habían arraigado en el marco institucional dos partidos comunistas y se implantaron dos constituciones políticas interesantes. 

Pero no quiero tratar de esto ahora.


BALANCE. Una frase polisémica y un artículo premonitorio 

Los elementos que me llevaron a posiciones críticas y de confrontación con la dirección del partido fueron varias. La primera, la forma en que la dirección negoció la transición política, desmovilizando el partido y empujándolo al abandono de los movimientos de masas, a la desactivación de los mimos, a la dedicación al electoralismo, es decir, a la ocupación de cargos y parcelas en el ámbito institucional, a la institucionalización y vaciamiento de instrumentos que eran movimientos de masas, como CCOO –eso sería más lento, pero no de décadas- y a su reconversión en instrumentos institucionales de representación oficial, al margen de las masas. Todo ello implicaba como consecuencia la confrontación con los restos de los movimientos hasta entonces existentes; pero volveré sobre esto.

El segundo elemento fueron los pactos de la Moncloa, en los que se veía con total claridad el tacticismo institucionalista de la nueva política; su desarrollo al margen de las masas y de la militancia, el nuevo curso de la política. El pactismo y el abandono de la lucha de clases, el acuerdo o pacto social con el capital; esa parte del carácter de maniobra para salir al paso de la asfixia a la que el PSOE sometía al partido.

El tercero, la inexistencia de interés y de vida intelectual teórica y teórico política en el partido, la pobreza intelectual y cultural instalada en el mismo, la marginación de los cuadros que podían dar solución a estos aspectos, lo que resultaba más sorprendente a un joven que se había hecho comunista buscando ideas nuevas, proyectos y formas de sentir e interpretar la vida distintas, un nuevo ethos. Todo ello era una resultado de algo que llamaba la atención cuando se leían los papeles del partido para la transición: la falta de un proyecto autónomo del partido o de los comunistas para el futuro, tras el logro de las libertades políticas.

El cuarto es un derivado del anterior: el rápido abandono de ideas propias de la tradición comunista, de forma escandalosa y como medio para garantizarse un lugar en la transición política: “dictadura, ni la del proletariado”. 

Pero el que me resultaría más escandaloso, porque lo experimentaría en mi militancia en CCOO tras pasar a institutos, es el que surge como consecuencia de lo ya apuntado en primer lugar: la confrontación entre los militantes del partido y los militantes no comunistas que seguían en los movimientos, que habían sido la gente más próxima a nosotros. Dejo de lado que el sectarismo era algo no monopolizable por nadie. Una vez en la nueva fase la confrontación se abría paso incontenible y nosotros acusábamos “corporativos” y “pseudo radicales” a los otros, al igual que los militantes del partido de las organizaciones “municipalizadas”; es la experiencia de la fundación del sindicato de enseñanza de CCOO -de las CCOO en general-, cuando ya era evidente que no era posible el congreso sindical constituyente de la central única de trabajadores. Esta experiencia de enfrentamiento entre comunistas que éramos críticos y cuadros independientes es algo que recuerdo con enorme viveza y con escándalo; recelaban de nosotros los que tenían que ser nuestros aliados y que eran los cuadros del movimiento de masas que la nueva política del partido. Colaboraba en destruir, siendo que lo habíamos organizado en muy buena medida nosotros mismos –también el PSOE lo liquidaba y muy a conciencia, pero es que ese partido, que nacía como partido institucional en aquellos momentos (se habla siempre de la excepción de la UGT en el País Vasco: sea) no tenía nada que ver con el movimiento de masas antifranquista y no había contradicción para ellos (los cuadros del PSC que querían tener un pedigrí político decían proceder del FLP del FOC; pues bien, yo sólo sé que esas siglas eran inexistentes durante los años setenta).

Esta experiencia alimentaría toda actitud política mía posterior. Se trataba de que los comunistas fuésemos en lo futuro el alma del movimiento de masas; que nos dedicásemos a construirlo, a orientarlo, a aprender de él, que se pusiesen todos los medios para evitar que, en lo venidero, el partido y el movimiento de masas se volviesen a confrontar. El partido debía aspirar a ser el sistema nervioso del movimiento.
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Se trata de hacer balance de los resultados por resituar a la tradición comunista durante estos últimos 24 años. Tras la derrota de la transición y del papel de la dirección exterior del partido –hoy veo que fue un papel “homologado”, y que lo extraño es la política de los años sesenta y primeros setenta, seguramente, en la que el PC encabeza y encauza el ciclo de protesta, sin lugar a dudas ni temores-, se produce una enorme explosión de rebeldía entre los militantes de base y entre los cuadros del partido. Entre nosotros conduce a la formación del PCC. Algunos creímos –bastantes, seguro- que se trataba de hacer un esfuerzo por volver a poner al partido en una línea de lucha semejante a la anterior a la legalización y a la desmovilización de los movimientos de masas. Que se trataba de volver a reorganizar una fuerza comunista de forma que su militancia tuviera como misión el trabajo entre la gente para favorecer la actividad directa de lucha de las masas. Era la experiencia del partido frente de masas, o del “partido” donde la palabra partido hace referencia a un tipo de organización de pequeño a grupos cuyo trabajo es inseparable de organismos “externos”, de la sociedad civil, cuya actividad apoya, coordina, elabora, etc. Para 1982 yo extraía pocas lecciones de la idea que había leído ya, de que cuando un movimiento de masas es derrotado, el voluntarismo no sirve solo para recomponerlo y que las derrotas queman generaciones. Tampoco de la otra idea que había leído [¿dónde?] según la cual, cuando una persona que pone toda su esperanza y toda su confianza –lo mejor y más frágil de cada individuo- en un partido y en una dirección política, y esa dirección las defrauda, se produce en el espíritu del individuo defraudado y engañado una destrucción normalmente irrecuperable. Yo, supongo que como esos bastantes, era muy voluntarista, esto es, confiaba en la capacidad demiúrgica de un partido: la revolución la hacía el partido, no las masas. El partido era capaz de suscitar la acción de las masas. Supongo que eso hizo que muchos de los que eran de mi mismo voluntarismo y que esperaban resultados inmediatos de regeneración fueran ganados por la otra línea.

En aquella época, los que encabezaron la reconstrucción del partido, tras ser expulsados del PSUC, lanzaron la consigna “Un partido comunista, no otra cosa”. Hoy creo que dudo haber interpretado correctamente esa frase, o esa frase me parece confusa y de múltiples sentidos: yo creía entonces que significaba la vuelta a la política de masas. Creo que no era ese ya su significado. Recuerdo el artículo premonitorio, profético, de Manuel Sacristán, que elogiaba el comportamiento, la dignidad moral de los militantes sublevados contra el tacticismo y, en realidad, contra lo que era el deseo de integracionismo político por parte de la dirección y el aparato, en el establecimiento político del nuevo régimen –esta hubiera sido la definición acertada, más que “traición”, etc.- , pero desconfiaba del grupo de cuadros que encabezaba el proceso, o que había llegado a la dirección del mismo a lo largo del proceso de lucha y ruptura. Recuerdo que me cabreó mucho el artículo de Sacristán; que “no lo compartí”, por decirlo finamente. Y entré en el proceso. 

Había estado militando en la célula de la calle Perla, antes de la ruptura; luego me fui a vivir a Valldoreix. Entre medio el soponcio de salud con susto por la apariencia de amago de infarto, que me tuvo en la UCO de la Quirón 3 días, y otros 7 en observación en el verano de 1981, como consecuencia de las tensiones políticas y de los follones en el sindicato de enseñanza de CCOO. Durante el 5º congreso –antes y después- estuve al margen del proceso. Tras la muerte de mi padre y con el traslado a Valldoreix tuve unas vacaciones políticas hasta que Joan apareció por casa, en Valldoreix, a mantenerme al tanto y a conectarme políticamente. Luego la célula de Sant Cugat, desde donde participé en el 6º congreso. Me cuesta mucho recordar todo esto –en seguida, la separación de Christine-; es el marasmo o confusión mental inherente a la depresión. Pero tampoco deseo tratar de esto.

En el nuevo proceso, con la fundación del PCC se cambió la denominación de las organizaciones; se dejó el nombre de “agrupaciones” y se recuperó el de células, pero no se modificó el carácter de las mismas. Se confiaba formalmente a las direcciones de cada “célula” crear grupos de trabajo de masas específicos –brindis al sol- y la real tarea de las direcciones seguía siendo la de antes: las instituciones políticas municipales. El institucionalismo político incluso, creo, se potenció, porque se insistía en la enorme importancia que tenía, en nuestra situación, tener parlamentarios, concejales, ser visibles en las instituciones. Se recogía permanentemente dinero para la próxima campaña electoral. Lo importante no era el estado de derrota del anterior movimiento de masas, el vaciamiento de los organismos de base, la falta de política a desarrollar en los mismos –otra causa concomitante de esto en los que aún tiraban; recuerdo que la Sole de Mirasol, falta de línea política, en su asociación de vecinos se dedicaba a debatir sobre la cabalgata de reyes magos, etc.-, sino el estado de debilidad de la organización si quedaba fuera de las instituciones. Esto me causó una terrible perplejidad. Decidí cotizar, asistir a todas las reuniones regulares, etc., pero rechacé incorporarme a la dirección de la “célula”, aduciendo “motivos de salud”. La intención de Julián era que codirigiésemos, porque él se sentía inseguro en una localidad en la que los políticos eran universitarios; una vez, años después, cuando ya se había ido del partido, recordando el pasado, me vino a echar la culpa –afectuosamente y sin mala leche- de no haber obtenido resultados municipales, dado que debiera haber sido yo el candidato, etc. –otro que estaba en el guindo-. 

El partido se había embarcado en una política autodestructiva de campaña electoral permanente, de esfuerzo financiero exhaustivo perpetuo, para preparar la siguiente. De no reflexión sobre el por qué de lo que pasaba. Y no corregía el rumbo. Cada vez éramos menos en las reuniones –misas auténticas- de la célula. Las conferencias eran otros rituales cuyos documentos no organizaban acción real. En las conferencias se apreciaba que había disenso por arriba en la comarca, al menos, pero desde abajo no se entendía nada. Estuve en el comarcal del Vallés, cooptado desde arriba, pero era un instrumento muerto, no orientaba nada y tampoco permitía entender nada, salvo sobre campañas electorales. Dirigía Pepe Espín, que me trataba con afecto y me solía traer a casa amablemente cada quince días tras le reunión de comarcal; pero de la conversación tampoco sacaba nada en claro. Era yo un intelectual, algo que él respetaba por su “valor en sí” y cuyo asentimiento se buscaba cuando se hablaba de cosas cultas y de buen tono cultural, pero que en política resultaba tan útil como un florero. De todo esto tampoco recuerdo gran cosa. Pero no es por depresión, sino porque era todo vacío de interés político. A veces Rafael Juan soltaba su mala leche y, por un instante, percibía que por arriba había tensión. Mantuve una relación voluntariamente distante con él porque me resultaba un individuo inquietante. Todos los conflictos me parecían asuntos personales o por motivos “oscuros” –algún asuntillo de dinero incluido. Me resultó tremendo que Félix quisiera sugerirme que robara un libro de escolaridad en blanco para falsificarle un currículo a Isabel. Todas estas cosas me mantenían alejado; en la comarca el runrún mafiosillo me desazonaba. Y procuraba mantenerme a la distancia, aunque hacía todo lo que se me pedía. Montse Domingo, vecina y amiga, era la cara amable y distinta del partido, interesada en ideas políticas de otro tipo; nada dada al cotilleo político ni a explicar cosas consideradas secretas por la dirección, pero distinta. 

Quizá conviene registrar ahora el recuerdo sobre la dirección política, sobre el nivel cultural e ideológico del partido y sobre la función del sovietismo. 

Los únicos cuadros que yo conocía del futuro PCC eran Carola Ribaudi y Joan Tafalla; de la experiencia de la formación del sindicato de CCOO. Ambos no profesionales de la política, de gran honestidad, y Joan, con gusto y dotes para la reflexión teórica. También conocía en persona, aunque él a penas me conociera a mí, a Alfredo Clemente, secretario general de la Unión de B. de CCOO, y alguno otro más de ese organismo. Del resto, no conocía en su actividad política regular a ninguno. En resumen, la mayoría inmensa de los cuadros del PCC eran para mí desconocidos, y del grueso de ellos, lo que yo sabía me causaba inquietud. Poco tiempo antes había habido en el partido un debate de gran potencia, sobre los pactos de la Moncloa. Recuerdo que la inmensa mayoría de los cuadros del partido, arrebatados de celo en pro de las ideas del secretario general, Carrillo, habían arremetido con total entusisamo y sin reservas contra quines defendíamos que aquello era una burrada disparatada y entreguista. Se impidió el debate, se ridiculizó a los que estabamos en contra, se usó del enfrentamiento entre militantes para evitarlo. Era toda una manifestación de “autoridad” y “firmeza castrense”, “impasible el ademán” machacando a quienes opinábamos lo contrario. No pudieron evitar la sublevación de las bases, sin embargo, y la explosión de bronca que mostramos ante Santiago Carrillo, en el Pabellón de los Deportes de Montjuïc. Bueno, pues, cuando se constituía el PCC la sorpresa era que una inmensa cantidad de aquellos cuadros que nos habían pasado por la apisonadora a las bases y que habían impedido el debate sobre los pactos de la Moncloa habían actuado con agilidad y se encontraban en cabeza del PCC y usaban en sus discursos de aquel mismo tono “firme” y de “autoridad”, tan cuartelero y autoritario, que había sido utilizado para “ofender” a los que estábamos en contra de los pactos. Recuerdo que no era sólo yo el que medía a la nueva dirección por este rasero. Recuerdo un mitin, creo que en el mismo palacio de los deportes, en el que hablaba Ramos [puede no ser ese en el que también habló Álvarez Solís, o sí; quizá fue otro ya posterior una vez fundado el PCC]. Había a mi lado un hombre de unos sesenta años, calvo, y al que faltaban algunos dientes, regordete y de poca estatura. Tenía aspecto de abuelo comprensivo y cariñoso; luego lo vi militando en el PCC. Hablaba Ramos y lo hacía con “firmeza” y “autoridad”, la “flor de la intransigencia”, ronco el tono, todo puras verdades eternas. El hombre se volvió hacia a mí, con una sonrisa benévola, la misma que había mantenido durante todo el mitin, y me dijo, haciéndolo constar: -más o menos- “Juan Ramos habla con mucha firmeza, igual que otros dirigentes”. Y que no hacía mucho sin embargo en el “Bajo” él lo había visto defender con esa misma firmeza los pactos de la Moncloa, como otros muchos de ellos, y añadió algo más que no recuerdo, todo en la misma dirección de tono irónico y de vuelta sobre los que tomaban las riendas y con reserva sobre lo que iba a venir.

Luego fueron capaces de meternos a todos en la dinámica de “los nuestros” en confrontación con “ellos los reformistas” y todo les fue fácil. El único dirigente al que yo oí retractarse públicamente de su papel en los pactos de la Moncloa fue a Alfredo Clemente. Le recuerdo ese gesto y también de la noche del 21 de febrero de 1981, la del miércoles al jueves. Mantuvo la Unión de CCOO de la calle Padilla abierta todo el miércoles, estuvo el comité deliberando mientras limpiábamos la sede –tarea imposible- y luego, a las tres de la mañana seguía allí, donde estábamos citados, y de donde no se había movido –muchos nos habíamos ido a dormir unas horas a casa- y había velado para que el operativo de impresión de octavillas convocando a la huelga general estuviera a tope. Allí, a las tres de la mañana ante la cola de personas que salía fuera del local –poco- y que esperábamos a recoger en la planta baja del local las octavillas y que nos formaran en piquetes, estaba Clemente, pálido –como los demás estábamos, supongo- e insomne. A cada cual lo que le toca.

En cuanto a mi desconocimiento sobre los nombres de los cuadros. Nunca había tenido interés en el aparato del PSUC y la mayoría de ellos eran personas que habían alcanzado puestos de dirección o cargos institucionales tras la legalización, sin duda por méritos propios previos, al igual que la mayoría de los cuadros que quedaron en el PSUC. Aparecieron nuevos cuadros, como consecuencia de la Melée. El conjunto daba la impresión de ser muy secretista y muy distante respecto de la base. Procedente de muchas leches diversas dentro de nuestra tradición y muy “entregados” al fregado interno. De los que yo llegué a conocer , salvo Montse y Joan, ninguno tenía el el menor interés por asuntos intelectuales, esto es, por abordar la política desde un cuerpo teórico, y salvo Joan, ninguno creo que tuviera disposición alguna para el tema político-intelectual (Montse era puro biólogo y se sentía totalmente arropada en lo que ella pensaba que sabían los demás). Por supuesto no Ramos –ni conocía a Marià- ni el pedante Perejil de Espuny, con salidas ridículas por su pedantería en los pocos debates “para intelectuales” en los que yo había sido invitado y le pude escuchar –y eso que yo era muy poco exigente-, y en cuanto mi opinión sobre el enfermo de Gallego, pues, eso. Sigue siendo un enfermo ambicioso, un contumeliante y un hombre capaz de saber mucho con ninguna utilidad: un majadero de diccionario. 

La calidad moral del colectivo de dirección, con las excepciones mencionadas y alguno más, seguro, no me parecía excesiva. No mejoraron en clima de conspiración y de disputa, o al menos yo así lo sentía. Sí afirmaron la disciplina y la obediencia ciega, y el iedologismo: la URSS. El nivel cultural se hizo muy inferior. En el PSUC los cuadros habían dejado atrás la elaboración teórica, pero había cuadros con cultura por formación académica y profesional. En el nuevo partido, el marxismo, el materialismo histórico o como se quiera denominar siguieron siendo una inutilidad práctica y algo no interesante: no había interés por saber de ello: todo el mundo alardeaba de ser suficientemente dominador del asunto: era algo alucinante y escandaloso para un humilde creyente como yo, modesto ante la dirección, pero con suficiente criterio para saber “rascar” lo que había debajo de tan pobres barnices; además se daba la pobreza intelectual por profesión y, además, la astucia política era muy evidente. Quizá yo hasta entonces no había tenido la oportunidad de conocer ese tipo de astucia política, que Sacristán no practicaba, sus discípulos no podían ejercer, pero que tampoco Jordi Olivares practicaba, y yo no había conocido entre nosotros dentro del sindicato: eran astucias de profesional de la política que defiende el empleo, y yo nunca conocí a tantos profesionales como cuando estuve en el PCC: astutos, autoritarios, secretos, poco cultos y poco interesados en saber, no jefes de colectivo sino jefes de grupo en lucha con otros. El sovietismo fue una ideología terrible: porque, al ir aparejada con recursos económicos –supongo- y posibilidades de relación, etc., funcionaba para unos cuadros que habían roto en buena parte para evitar ir al desempleo en pugna con otros tan institucionalistas como ellos pero mejor situados en el PSUC cuando se reducían las plazas de trabajo, servía, digo, para poder ocultarse lo desesperada que era, objetivamente, y desde el comienzo, la situación del PCC y lo drásticas y distintas que tenían que ser las medidas. Era muy difícil decirse comunista y del PCC en un puesto de trabajo, pero de eso no se sabía en las santas cenas y las direcciones. Cuando la gran huelga, gracias al cariño que me llegué a ganar entre mis compañeros, recuerdo que una compañera, la cátedra de dibujo, se sinceró: “cómo una buena persona como tú puede estar en el PCC”.

Recuerdo que durante el comienzo Ángel Conte expresaba las diferencias “olidas”: este partido está más cerca de lo que es el MIR chileno que de lo que es un PC. Era una forma de hablar que expresaba una experiencia, un saber que todo debía ser distinto para que pudiera ir bien. 

El marxismo siguió siendo algo sólo útil como ritual, algo desconocido por cuadros que decían que era muy útil e imprescindible para la salvación. Todo ello expresa la poca calidad moral colectiva.

Montse trató de meterme en cosas de intelectuales de las comisiones del CC, con Marçal Giró, al que yo conocía de la calle Perla, buena persona pero muy pasivo o poco eficaz, por decirlo de alguna manera, y de pensamiento poco claro: yo lo había conocido mucho más marxista y menos prosoviético, y había evolucionado en un sentido que permitía juzgar que para él todo era cuestión de modas. En la primera reunión tuve un choque con el abogado aquel, muy nacionalista, cuya mujer estaba en EN si mal no recuerdo, así que en las siguientes pocas reuniones que hubo, y dado que no estaba claro qué se quería impulsar, estuve de cortés invitado. 

Procuré siempre poner poco los pies en el CC, porque no me sentía allí más cómodo que en la calle Ciutat. Ésta es la valoración que me merece el colectivo dirigente con escasas y concretas excepciones. Rafael Juan, con el que compartía célula, era un horror: una mala persona en perpetua conspiración en todas partes. Cuando se le escapaba algo de información era pura bilis, y siempre en contra de alguien, y sin acalarar cuál era el motivo de discordia. 

En cuanto a mi recuerdo sobre Clemente: sé que estuvo en contra de los pactos de la Moncloa, y que frenó en la unión de B. todo debate, aunque no fue particularmente feroz con los que estábamos en contra, porque, precisamente cuando en la Unión de B. se convocó a todos los sindicatos, secretario general y de organización, para debatir el asunto, Jordi Olivares me pidió que lo a acompañara a la reunión –no sé si es que no teníamos secretario de organización o que no estaba allí entonces y que yo era el individuo de mayor confianza, en el colmo de mi mal recuerdo, sería yo el de organización-; en fin, estuve y Jordi fue el único de los secretarios generales que hizo una intervención larga y bien preparada en contra. Clemente estuvo sonriendo socarrona y sufienictemente durante toda ella, y luego soltó alguna frase cáustica al respecto, pero eso y ordenar y votar fue todo. 

En cuanto al clima de envidias y de recelos que había en el PCC, me dio la medida un mal entendido que tuve con Montse durante el 6º congreso. Días antes me había visto con Joan en Barcelona al salir de un mitin; estaba tratando de encontrar un nombre para el nuevo diario del partido; me dijo que él pensaba que estaría en el CC. Me pareció bien, por su mérito y porque esto los separaba de una dirección tan inquietante en mi opinión, y permitía que estudiase.

Durante el Congreso estuve todo el tiempo junto a Montse, que era muy elogiosa de todo, quitó hierro a la intervención de Estrada, que no comprendí, pero que era de oposición, etc. El último día me comunicó que Joan iba a estar en el ejecutivo y el secretariado, y me lo dijo con mucha ilusión; yo le dije que no me parecía bien porque Joan debía estar más en condiciones de estudiar, -yo pensaba en mi mismo proyecto, en lo que yo creía que debía hacer, y en tener con quién compartir; también en la falta de nivel intelectual de la dirección entrante y en la desaconfianza que aquellos aparatchisks (entonces nohubiese usado esta palabra) cuarentones -y más viejos- me causaba, pero no se lo podía aclarar a Montse y no se lo había sugerido antes, porque su entusiasmo y confianza eran enormes. Ella lo interpretó en clave de envidia mía hacia Joan: me respondió algo así como “desde luego la envidia es algo muy malo” o así. Me dio la medida de lo que podía cocerse en la dirección, en el nivel de poder del partido y también de que yo debía ser, en adelante, mucho más prudente. 

Si pienso en mis recuerdos y en las dudas de entonces, no sé por qué me cabreé tanto con el artículo de Sacristán, tan certero. Después de todo, compartía experiencias análogas a las que él debía tener y sobre las que construyó su texto. Yo creo que pensaba que los militantes íbamos a ser más influyentes y que íbamos a utilizar nuestra experiencia de lucha de masas para crear un nuevo partido, y él no lo creía posible.

En resumen, yo creía que debíamos devolver el comunismo al movimiento de masas, sacándolo del institucionalismo electoral, pero ganó el profesionalismo. Con el tiempo fui redondeando esa idea. No había movimiento, lo habíamos liquidado, pero se trataba de esperar a que lo hubiese y de hacer por construirlo. Han pasado casi 30 años desde los pactos y casi 25 desde 1982. Vuelve a haber movimiento en el mundo: el mundo árabe, latino amétrica, Europa misma, pero los que tratamos de devolver al agua al pez comunista hemos fracasado. Ya no hay comunistas; los que quedan con esa denominación o viven de las instituciones o son los últimos indios apaches, llenos de dignidad y orgullo, pero incapaces de dejar de ver por los ojos de los institucionalistas e incapaces de leer lo que se cuece en el futuro.

Bueno, esto es lo que yo sentía. La vida regular de célula era muy pobre. Había buena gente: el checo, Montse, su marido; los Ambroses, el propio Julián, Sole, Frutos, su marido, Ramón, tan buena persona, y su mujer María; los hijos de ambos; algún zumbao como el camionero de la Floresta, y otros, silenciosos, y discretos, que nada decían. No había trabajo de grupo, ni grupo real. Eramos muy heterogéneos y no salimos de esa heterogeneidad. Fueron haciendo mutis por el foro poco a poco.

Luego Celes me llamó para formar parte de una comisión de formación. Allí estaba Miguel Borrás. Celes, que era el dirigente máximo, pero que estaba montando un operativo que luego iba a estar bajo control de Rafael Juan, me quiso convencer de que yo tenía que explicar el manual de diamat. Yo recuerdo que, tras leer el libro, preparé un largo informe sobre lo infumable del asunto. Él me atendió con sonrisa irónica y amable, pero luego volvió a la carga y me volvió a soltar el rollo del día previo, y me volvió a proponer lo mismo y que hiciese con la gente luego grupos para reflexionar sobre supuestos concretos de lucha. Era ese tipo de dirigente que ya conocía que cree saberlo todo y no toma para nada en cuenta la opinión que escucha, pero que atiende aparentemente con respeto. Ya para entonces había vivido muchas situaciones semejantes de sordera. Que tras lo que le dije y con la claridad que se lo dije él siguiera defendiendo aquello, me escandalizaba, porque era o analfabetismo integral o cinismo –si total nada sirve para nada- o ambas cosas juntas. Yo no hubiera esperado que me diese la razón, pero sí que recogiese opinión y discutiese con alguien. Lo que sí recuerdo es que decidí que no me iba a oponer más a él, pero que no se iba a enseñar diamat. Hice como él para no hacerle caso, porque me parecía un despropósito bestial que se metieran a montar una escuela de partido y se hiciese así y se explicase espiritismo. Así que le dije que sí y decidí hacer lo que pareciera lógico y sensato. Como ya conocía a Borrás de antes, de la época con Marçal, y era un hombre de ciencia –biólogo bioquímico nada menos- me senté con él y apelé a todo lo que él sabía de ciencia para discutir sobre qué estatuto tenían las leyes de la dialéctica: en menos de 15 minutos había pillado la cosa; sabía él mucho más de ciencia física real que yo, era cuestión de hacerle ver que era un catecismo que debía ser contrastado con su saber. Le propuse que explicásemos evolución, hominización desde criterios neodarwinistas, y él estuvo plenamente de acuerdo. Fue tan rápido el ponernos de acuerdo que pensé que él de antemano creía lo mismo y tenía un propósito aproximado, y que no se había atrevido a plantearlo por disciplina; pero cuando se lo pregunté de forma respetuosa, me dijo que no, que, lo que sí era cierto es que él no sabía nada de marxismo y que le había escandalizado que Celes le hiciera la propuesta, y que desde luego, como científico, una vez juzgaba las ideas del diamat, le parecían una locura descabellada –la evolución de lo simple a lo complejo y las leyes de la dialéctica, etc.-. Él propuso contar algunas ideas sobre el origen de la vida –bioquímicas muy sencillas, que hasta yo podía explicar- y así los hicimos. Celes y Rafael Juan estuvieron de censores la primera sesión conmigo y también con Borrás, pero Celes entraba y salía y como todo era muy materialista y la gente escuchaba –y como no debía entender un pijo- estuvo de acuerdo, y Rafael Juan no debía entender un pijo de nada a pesar de estar allí con su culo de hierro todo el rato. Yo fui el que tuvo más suerte. Rafael me dijo que yo sería el “paralelo” de Celes, y que cada vez que Celes no pudiese dar las clases las daría yo -nunca. Estuve siempre solo-, que, como Borrás era más inculto en aquellas cosas -¡!- él sería su paralelo para “ayudarlo” y “aclararle cosas”, etc. Creo que tanto nuestra actitud, de Miguel Borrás y mía, como nuestra relación con la jefatura puede revelar cómo nos sentíamos. Sabíamos que no pasaba nada porque nada de todo ello tenían ningún interés, pero decidimos no ser intelectualmente impostores ni engañar a los camaradas que venían a la escuela sábados mañana y tarde y domingos por la mañana (también nosotros). El conocer a diversa gente de diversas organizaciones y salir a tomar algo o hablar en los pasillos daba una visión global de quiénes éramos y qué hacíamos. El balance general era pobre, como ya se puede comprender. Haciendo aquello, que no obligaba a hacer de vida institucional en Sant Cugat pero justificaba que yo hacía cosas –y Rafael Juan lo decía: “muy entregado” porque me jodía los sábados y domingos dos veces al mes- quedaba cumplido con el partido, cosa que yo también necesitaba personalmente. 

Todo esto, para una persona como yo, que era en mis ideas comunista ortodoxo y que creía, en consecuencia, que el partido debía ser el organismo capaz de dirigir la lucha política y, además, la vida intelectual y moral de la sociedad, y que sin la entidad organizativa llamada partido, formada por sus afiliados militantes, no era posible lucha política alguna bien dirigida, todo esto me resultaba soportable, precisamente por eso: porque creía que era imprescindible que hubiese un partido y, por lo tanto, había que esperar y que tener paciencia, dado que nada era posible sin partido; y eso mismo amortecía la crítica de lo que yo experimentaba. Y durante mucho, mucho tiempo más, viví –viví- esa idea, viví en esa idea, lo cual bloquearía permanentemente cualquier crítica derecha que me llevase a la confrontación con los administradores del estar en el partido y con el secretario general en concreto: la excomunión era algo real, y un temor real, porque era un peligro sentido por mí: nada era posible fuera del partido. 

En resumen, a cada año éramos menos y cada vez más alejados del trabajo de masas y más metidos en las vorágines electorales, en las diversas instituciones: parlamentos, ayuntamientos, elecciones sindicales en las empresas, congresos institucionales para decidir cuotas de poder, etc. 

Así llegó el 87. Y se produjo lo de los “Almendros”. Me sentí muy identificado con el partido, por la forma en que se rompió con el partido –así lo viví-. Era muy claramente una familia la que se desgajaba y cualquier militante de base no comprometido con familia alguna, al que se le señalase este rasgo, reaccionaba como yo, sin ver que seguramente eran otras las que se “quedaban”. De un lado, creí que era un golpe brutal que difícilmente permitía al partido sobre vivir; de otro, en un reunión a la que se me invitó junto a todos los de enseñanza que quedábamos dentro, Marià expuso la idea de los 7 sectores estratégicos nacionales, como proyecto estratégico central para el séptimo congreso, lo que parecía un intento de salir del electoralismo y de organizar la poca gente que quedase para otra actividad . Quizá lo peor de aquella propuesta, que entonces me pareció adecuada y esperanzadora es que ya, para aquellas fechas, no había en el partido ángeles suficientes para formar tantas legiones estratégicas y era otra de las descabelladas por megalómanas iniciativas de la vida del PCC. No sé. 

Al poco se fundó Realitat y me cooptaron a comité de redacción. Recuerdo que el número 3-4 de 1987 era sobre “cuestión nacional” y que lo que se planeó que se escribiera era tan pobre y esquemático, tan poco útil para orientar política nueva que decidí pedir permiso para publicar un texto, y me puse a elaborarlo. Hasta entonces, no había escrito nada y me había mantenido muy discreto. El clima del consejo de Realitat me parecía extravagante: algo a medias entre un salón de Versalles –el tono que daba Álvarez Solís -y una caricatura de tribunal de la inquisición formado por frailes autodidactas, que daban Font y Muñiz, lleno de ideas prefijadas, que eran las remachadas por Muñiz y por Rafael Juan. Aunque debía estar Joan, casi nunca iba. En fin, un lugar en el que guardar silencio, porque cualquier idea nueva era reducida a lo ya sabido. Hasta entonces, por encargo de Angels Martínez había hecho el arreglo de un texto de Monereo, que había que recortar y reducir, sobre el front d'esquerres. Y como lo hice a mi aire, y sin directriz, le suprimí el rollo largísimo institucional y lo hice lo más proclive al estar en el movimiento de masas. En cuanto al texto sobre cuestión nacional, en cuya redacción trabajé durante una primavera y un verano, gira en torno de las ideas de Passolini sobre culturas populares, y se basa en la combinación de Passolini y del Lukács de la penetración de la vida cotidiana por la industria –las conversaciones del 69-; por detrás, para armarlo intelectualmente, tenía también la teoría de la civilización de Lukács, cuya estética había leído en el 86 y la antropología filosófica elaborada por la escuela de Budapest incluido el libro sobre la vida cotidiana de Heller, así como el libro de Arno Mayer sobre la persistencia del antiguo régimen y el artículo de Godelier en que se criticaba la teoría de los 4/5 de modos de producción –pero eso no se percibía en el texto-. Había también mucho Vigotski. En ese texto que debería volver a leer a ver qué, sostengo, por cierto, alguna enorme tontería: jacobino=estatismo, o sea, que ni puta idea de teoría política. En cuanto al texto: ni pena ni gloria. Rafael Juan me lo criticó como un esfuerzo mío por alcanzar o aproximarme a las ideas canónicas.

Un día de abril me llamó Marià desde la dirección; era la segunda vez que lo veía a menos de 30 metros; la primera había sido en la sala del CC cuando nos contó a los de enseñanza lo de los sectores nacionales, recuerdo que ese día estuve al lado de Nuria Bergé. Me recibió y me hizo una propuesta, revista CC y CE. Acepté sin más, aunque me llevé una sorpresa. Cuando iba pensba que se trataba de proponerme el CC, pero nada más. Nunca he preguntado cómo se fraguó la cooptación, pero siempre he pensado en que Joan puso su autoridad y que yo fui “creación” suya –los cardenales “son creados”- y que esto fue una apuesta fuerte de él.

Aquella noche Rubi vino a dormir a casa. Estábamos sentados juntos en el sofá, y me desmoroné como nunca me ha pasado; tras explicarle la propuesta que me había hecho Marià, me apoyé en el hombro de ella y dije en tono conmiserativo “ahora que el partido está en este estado se acuerdan de mí”. Vale la frase por dos cosas: primero, por el tono gilipollas autoconmiserativo, y egótico que tan poco me gusta, pero que fue así y no de otro modo. También porque registra lo que yo creía sobre el estado del PCC, tras la política desarrollada y el leñazo de la marcha de los almendros.

La dirección de la revista la llevé como la sensatez me dio a entender. Joan estaba siempre protegiéndome y permitiendo que hiciese lo que creía y yo creía que se trataba de ayudar a que los de la revista se hicieran con equipo intelectual para que tiraran libremente. Por eso monté el seminario paralelo al consejo de redacción. Una vez, muy al comienzo, Joan me dijo hablando respecto de las prácticas y habilidades del comité ejecutivo: “no aprendas; yo estoy tratando de olvidarlas”. Joan tiró muchísimo del carro de la revista; de hecho sin todo su trabajo y esfuerzo no hubiese habido ni materiales ni “permiso de la dirección”.

El seminario comenzó con una “audacia”, no por el texto, sino por la 70 primeras páginas del mismo: La sociología de la vida cotidiana, de Heller. Era la tercera vez que lo leía, y sabía de lo terriblemente incomprensibles que son esas páginas, pero se trataba de introducir un material marxista verdaderamente potente, que rompiera con el discurso llamado marxista habitual y que mostrara la posibilidades del marxismo; así que me arriesgué. Creo que ese es  el mayor riesgo que yo siento haber corrido respecto a los que estaban en el consejo de redacción: podían no haber aguantado y haber pensado que era una majadería de un chiflado; pero aguantaron las 3 primeras sesiones. Poco después Joan decía: “con estas ideas se puede hacer mucha política”. Es una frase que repitió varias veces en otras ocasiones, para indicarme que la parecía un acierto el texto. También una vez, años después, comenté lo de la dificultad de las primeras páginas, con Joan y con Nuria, por separado si mal no recuerdo, y me dijeron que aguantaron casi por cortesía. Aún hice otro seminario con ese libro, para Rubi y Concha, en casa. La cuarta y última lectura del mismo que he hecho.

Joan propuso la iniciativa de “Les raons del socialisme”.



[*] Nota personal de Joaquín Miras

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