Presentación de Historia del bolchevismo, de Arthur Rosenberg (2017)

Presentación de Historia del bolchevismo, de Arthur Rosenberg

Joaquín Miras [*]




Publicamos a continuación como parte de este número 4 de la revista Nuestra Historia sobre la Revolución Rusa el capítulo 6º de La historia del bolchevismo (1932) de Arthur Rosenberg. 

El autor, Arthur Rosenberg, es un pensador marxista revolucionario y gran intelectual formado en la universidad alemana anterior a la Primera Guerra Mundial. Un pensador que debería ser un clásico para los marxistas, pero que ha resultado siempre incómodo para todas las corrientes del marxismo. 

Arthur Rosenberg nació en Berlín en 1889 y falleció en Nueva York en 1943. Estudió en la universidad de Berlín, la mejor universidad de un Estado que poseía, en aquella época, el mejor sistema universitario del mundo. 

Arthur Rosenberg se especializó en Historia Antigua. Por su inteligencia y capacidad de estudio, Rosenberg fue el alumno predilecto de uno de los grandes estudiosos de la historia de Grecia, el historiador helenista Eduard Meyer (1855- 1930), fundador de una escuela de estudios cuya tradición se ha sostenido hasta la actualidad, y del que podemos encontrar obra traducida al castellano El historiador y la historia antigua [1].

Arthur Rosenberg asumió las tesis fundamentales del pensamiento historiográfico de Meyer. Para Meyer, el motor de los cambios históricos, de los acontecimientos políticos, económicos, etcétera, debía ser buscado en los hechos sociales, en la conflictividad social de cada época. Tesis que no debe ser considerada de inspiración marxista, sino que era compartida por otras corrientes de pensamiento. Recordemos que el propio Marx nos explica que él reparó en la importancia de las luchas de clases gracias a los estudiosos liberales, Guizot y Thierry. 

Otra tesis, elaborada por Meyer y sostenida en continuación por Rosenberg, es que el fundamento de la producción material del mundo griego no era el trabajo esclavo, mayoritario, sino la producción material generada por pequeños productores y trabajadores pobres, que eran mayoritarios. 

Una última tesis, no necesariamente vinculada a la anterior, sostenida por Meyer y Rosenberg, y la mayoría de los estudiosos actuales, es la de que las luchas de clases en la Antigüedad fueron, en lo fundamental, entre hombres pobres libres y hombres ricos. No entre esclavos y amos. Así lo testimonian los documentos y textos procedentes de la Antigüedad, tanto los de los historiadores como los de los filósofos clásicos griegos y latinos. Fueron los trabajadores y pequeños propietarios pobres los que se organizaron para luchar contra los oligoi. Y este sector social de pobres es el que da lugar, en algunas polis helénicas, entre ellas Atenas, a la democracia, o poder de los pobres, tal como lo define Aristóteles. 

Rosenberg no solamente estudió con Meyer, sino también con otro gran historiador alemán de la Antigüedad, investigador de Roma, el erudito Otto Hirschfeld, que continuaba los estudios sobre Roma de la escuela fundada por Mommsen, y que en sus investigaciones sobre Italia también ponía su interés en los acontecimientos sociales como motor de la historia. Precisamente la tesis de habilitación para poder trabajar en la universidad de Arthur Rosenberg fue una investigación sobre el mundo romano. 

Rosenberg participaba de ese mundo de grandes señores de la universidad alemana. Un mundo culto y reaccionario. 

En resumen, durante su juventud, Roseneberg estuvo alejado del pensamiento de izquierdas, y en concreto, del marxismo, al que se aproximaría tan sólo al final de la Primera Guerra Mundial. 

Antes de la Gran Guerra Arthur Rosenberg había llegado a ser ya una figura de primer rango en la universidad del Reich. En 1914, en pleno periodo de histeria chovinista y belicista, previo al estallido de la primera guerra mundial, Rosenberg firma, junto con la cuasi totalidad de los profesores universitarios de Alemania, el manifiesto redactado por el célebre filólogo helenista noble, Ulrich von Wilamowitz, que daba apoyo al militarismo alemán del Kaiserreich. 

Al estallar la guerra, Rosenberg es movilizado e incorporado a los servicios de inteligencia alemanes como consejero del estado mayor prusiano. Unos servicios de inteligencia organizados por el verdadero hombre fuerte del régimen, el general Ludendorff, monárquico ultra reaccionario. Este aparato de poder se dedicaba al espionaje, al contraespionaje y, además, a la creación de opinión pública interior. Y se dotó de una estructura que le permitía sustituir al poder político además de dirigir la opinión pública mediante el control de la prensa. 

Según estudios posteriores del propio Rosenberg, la estructura creada por Ludendorff era ya un partido único protonazi que controlaba el aparato de Estado.

Rosenberg estuvo muy pronto adscrito al departamento del coronel Walther Nicolai, tan ultra reaccionario como Ludendorff, y quien organizaba y dirigía la sección de espionaje dentro de la estructura de poder organizada por Ludendorff. Rosenberg estaba encargado del análisis de los países enemigos, y muy en particular, de los EEUU. Ese joven Arthur Rosenberg, que es considerado, con razón, hombre de confianza del poder prusiano, era en esas fechas, como se puede conjeturar, un intelectual por entero ajeno al marxismo. 

Es la experiencia del horror de la guerra, y el acceso de primera mano a la información verdadera sobre lo que acontecía, tanto en la sociedad y el frente alemanes como en las sociedades y ejércitos de las potencias enfrentadas con Alemania, y la catástrofe subsiguiente de la derrota militar y el hundimiento económico alemán, consecuencia de la guerra, lo que le hizo cambiar drásticamente. Al aproximarse el fin de la guerra, el hundimiento del mundo en el que se había educado produjo en él, al igual que en otros grandes intelectuales de la época, una crisis moral y política. 

En 1918 se produce un vuelco ideológico. Su conocimiento sobre el comportamiento de las denominadas potencias democráticas, en relación con sus propias sociedades, al que había accedido por ser analista de las mismas, le llevó a rechazar como alternativa al régimen reaccionario alemán la hipócrita alternativa de las democracias occidentales, que él conocía y sabía que ni eran democráticas ni eran igualitarias. En consecuencia, Rosenberg simpatiza y se esperanza con el nuevo poder revolucionario soviético que se había iniciado en noviembre de 1917.

Rosenberg se adhirió al Partido Socialdemócrata Independiente, cuya mayoritaria ala izquierda se unificaría con otros grupos y daría lugar a la creación del Partido Comunista de Alemania (KPD) en 1920. Rosenberg acompañó ese viaje. 

Hay que destacar que Rosenberg, militante desde 1918 optó por permanecer en el PSI, y no se adhirió a la Liga Espartakista, que se escinde del mismo a finales del 18. Arthur Rosenberg, que sostendría posiciones políticas izquierdistas, tanto en el PSI como en el futuro KPD, no tuvo sin embargo en gran consideración política —sí moral— a los dirigentes de la Liga Espartakista, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg. Su opinión, a mi juicio, era certera. Era un sinsentido y un error sectario escindirse por impaciencia de una fuerza política que, poco después, y de forma mayoritaria, pasaría a formar parte del nuevo Partido Comunista. 

En 1920 Rosenberg milita en el Partido Comunista. Esta ruptura con las opciones moderadas, a las que se había acogido la inmensa mayoría del mundo académico, lo aísla del resto de intelectuales universitarios y acarrea el final de su carrera académica. Hasta su abandono de la universidad en 1930, nunca pasará de ser «privatdozent» profesor no titular o adjunto, no numerario, contratado a tiempo parcial. 

Desde su ingreso al partido se dedica con todas sus energías al activismo político. En esta organización pasa a desempeñar de inmediato cargos de importancia. Aprovecha todo su conocimiento adquirido en el estado mayor del espionaje prusiano sobre la organización de prensa y de instrumentos de propaganda para ayudar a organizar prensa escrita, dar mítines, etc. 

En 1921 se incorpora como miembro electo por el KPD al consejo municipal de Berlín, y asiste como delegado al congreso de Jena. Nombrado responsable de las publicaciones del partido, desempeña esta función durante los años 1922 y 23. Cuando se constituye la corriente de izquierdas del partido, Rosenberg se incorpora a la misma. 

También, en 1921, pasa a ser miembro de la redacción de la prensa en lengua alemana de la Komintern —Inprekor—, donde escribe de política internacional, utilizando los conocimientos adquiridos durante su etapa como analista de espionaje. En 1924, cuando la dirección del KPD queda bajo el control del ala izquierda, Rosenberg pasa a formar parte del Comité Central, y es elegido diputado por el KPD. Ese mismo año en el V congreso de la Internacional Comunista pasa a formar parte del ejecutivo ampliado y del presidium de la Komintern. 

Durante esos años, publica obras de divulgación sobre la lucha de clases en el mundo antiguo, con el fin de que el movimiento revolucionario tuviera elementos intelectuales de reflexión sobre la política. Su muy interesante Historia de la república de Roma, y, en 1920 su importante trabajo Democracia y lucha de clases en la Antigüedad, libro publicado por Editorial Viejo Topo en 2006, cuya traducción y prólogo corrieron de mi cuenta. 

Estos textos sobre el mundo político clásico nos permiten comprender el tránsito natural de Arthur Rosenberg hacia al bolchevismo revolucionario. 

Arthur Rosenberg había entendido el régimen político de la democracia, desde siempre, y con independencia de la valoración política que éste le mereciese, según la explicación que Aristóteles da del mismo en su obra. Según Aristóteles, la democracia no es el régimen de la mayoría, sino el régimen político en el que mandan los pobres. 

Escribe Aristóteles: 

«No se debe considerar democracia, como suelen hacer algunos en la actualidad, simplemente donde la multitud es soberana (pues también en las oligarquías y en todas partes es soberano el elemento mayoritario); ni tampoco oligarquía donde unos pocos ejercen la soberanía del régimen. En efecto, si fueran mil trescientos ciudadanos, y de entre estos, mil fueran ricos y no hiciesen partícipes del gobierno a los trescientos pobres, pero libres e iguales a ellos en lo demás, nadie diría que esos se gobiernan democráticamente. Igualmente también en el caso de que unos pocos sean pobres, pero más fuertes que los ricos, aunque estos sean más, nadie llamará a tal régimen una oligarquía si los demás, aun siendo ricos no participan en los honores. Más bien hay que decir que existe democracia cuando los libres ejercen la soberanía, y oligarquía cuando la ejercen los ricos. Pero sucede que unos son muchos y otros pocos, pues libres son muchos y ricos pocos» [2]. 

Como se puede ver, Aristóteles define un régimen político como democracia si en el mismo el poder soberano es ejercido por los pobres, con independencia del número de personas que constituya la clase social de los pobres. Para Aristóteles, la característica analítica que define la democracia es que los pobres dominen; la democracia es el poder de los pobres, no el poder de las mayorías. Aunque en su texto se reconocen también otras dos cosas. En primer lugar, el hecho empírico de que los pobres son siempre la mayoría. En segundo lugar, y también de mucha importancia —«pues también en las oligarquías y en todas partes es soberano el elemento mayoritario»— que todo régimen que se instaura y se sostiene, si consigue estabilizarse y permanecer en el tiempo es gracias a que el núcleo social dirigente es capaz de organizar en torno de su proyecto social un consenso mayoritario. 

La democracia ateniense, aristotélica y platónica es, pues, el poder de los pobres. Se puede comprender fácilmente que, una vez Rosenberg asume como válida para el presente la alternativa político social de la democracia entendida según la interpretación clásica, identifique la democracia, el concepto clásico, histórico, de la misma, con la dictadura del proletariado instaurada en Rusia en 1917, con el poder soviético obrero y campesino. Y por tanto que a su vez Rosenberg se identifique y asuma con gran lucidez y capacidad de comprenderla en su sentido profundo, la revolución rusa, una vez ha aceptado como válida la tradición democrática clásica. 

En lo sucesivo, Rosenberg adoptará la democracia en su interpretación aristotélica como hilo heurístico de toda su futura reflexión política marxista. Así seguirá haciéndolo en la que es su obra culmen, publicada en 1943, Democracia y socialismo. Historia política de los últimos ciento cincuenta años (1789 – 1937), que está pendiente de edición en Ed El Viejo Topo, publicada anteriormente en México, (editorial Pasado y presente, 1981), y en Argentina (editorial Claridad, 1966) —ambas, ediciones agotadas—. 

En esta última obra, verdadero testamento monumental del pensamiento político marxista, tal como nos explica Luciano Canfora [3], Rosenberg ahonda la reflexión sobre la cita aristotélica a partir del matiz que he destacado y en el que se recalca que todo régimen político que se sostiene, revela precisamente por ese mismo hecho que ha sido capaz de crear un consenso mayoritario —una hegemonía social, diría Antonio Gramsci—. Todo régimen político estable es resultado de que una clase o fracción de clase ha sido capaz de constituir un bloque social que aúna a la mayoría social y canaliza y resuelve las necesidades materiales y se vale de la praxis de la mayoría para producir y reproducir consensualmente su orden. 

Por tanto, el consenso mayoritario no es una característica específica de las democracias en oposición a los demás regímenes existentes. Con independencia del tipo de régimen que se instaure, sea este el fascismo, el liberalismo, el poder absolutista, etcétera, todo régimen que perdura lo hace porque ha logrado sumar una mayoría social. 

La interpretación alternativa, muy en boga, es muy perniciosa porque nos impide analizar y dar explicación de las estabilidades y cohesiones sociales que hay detrás de todo orden social estable. Una vez caídos en la misma, nos vemos obligados a recurrir a explicaciones extravagantes como la de la estupidez de los subalternos que constituyen la base de apoyo de un régimen, o la del «totalitarismo», explicación que achaca el sostenimiento de un régimen al omnipotente dominio ejercido por la policía sobre la vida cotidiana de todos y cada uno de los miembros de la sociedad, sobre la vida cotidiana de las gentes. 

El terror, un golpe de Estado, puede ser el origen de un régimen político, no puede ser, sin embargo, lo que explica su existencia y estabilidad. La democracia, tal como lo explica Rosenberg, se caracteriza por ser siempre un movimiento de masas capilarmente autoorganizado; un movimiento generador de poder inmediato sobre la propia sociedad, que es hegemonizado por una u otra fracción social. La democracia es el nombre de dicho movimiento histórico sustantivo, de masas, autoorganiza desde la base y autoprotagonizado por ella misma. Mientras existe tal movimiento, existe la democracia. Si ese movimiento deja de existir, la democracia no existe. 

«La democracia como una cosa en sí, como una abstracción formal, no existe en la vida histórica: la democracia es siempre un movimiento político determinado, apoyado por determinadas fuerzas políticas y clases que luchan por determinados fines. Un Estado democrático es, por tanto, un Estado en el que el movimiento democrático ostenta el poder» [4] 

Vuelvo, para terminar, a la biografía de Arthur Rosenberg. En 1927, Rosenberg abandona el Partido Comunista. 

Este mismo legado de la democracia clásica y de la historia de la democracia, sobre el que Arthur Rosenberg nunca dejará de investigar hasta su muerte, explica el porqué del alejamiento de Rosenberg respecto de la revolución rusa y su abandono de la Komintern. 

La valoración de Rosenberg sobre la revolución rusa está recogida en su obra de 1932, Historia del bolchevismo [5], de la que hemos elegido un capítulo para publicarlo en el presente número de Nuestra Historia dedicado a la Revolución Rusa.

La razón principal es que, a su juicio, con la desarticulación del movimiento revolucionario de masas, esto es, de la democracia revolucionaria de los soviets o auténtica dictadura democrática del proletariado, y con la contención y la desarticulación del movimiento de masas en el resto de Europa, la revolución ha dejado de ser una posibilidad inmediata. 

La crisis económica seguía abierta en esas fechas, pero las masas habían sido derrotadas, desorganizadas y enfrentadas entre sí, y la dirección política del partido no podía pretender ser el sustituto de las mismas, no tenía la capacidad de recrear ni de sustituir la subjetividad destruida. 

La revolución es un proceso de masas, de auto protagonismo de masas, y sin la organización y el protagonismo de los explotados sobre el proceso histórico no puede existir dictadura democrática del proletariado, poder de los pobres o democracia. La política revolucionaria queda convertida en discursividad, en mito. 

El estudio que elabora Rosenberg en esta obra sobre la Rusia revolucionaria y la URSS desde 1917 hasta 1930 es matizado, no tiene nada que ver con el anticomunismo. Rosenberg no niega el desarrollo económico que se ha producido en la URSS. Ni la igualdad que se ha instaurado en la sociedad soviética en relación con el mundo social capitalista y zarista, anterior. Ni menosprecia las terribles circunstancias históricas, que impusieron la liquidación del sovietismo: la intervención armada masiva de las potencias extranjeras, la terrible guerra civil, todo ello sobre la condición previa de una economía atrasada ya triturada por el esfuerzo bélico durante cuatro años. Es más, Rosenberg sabe apreciar y valora positivamente la importancia de la política de alianza con el campesinado, sin la cual, no hubiera sido posible la instauración de un régimen progresista estable. 

Pero considera que la Unión Soviética no es una verdadera dictadura del proletariado, una verdadera democracia popular. Y que, en opinión de Rosenberg, el comunismo, en la situación política que se abre en Europa, es solo una fraseología, como lo revela, a su juicio, el que se vea obligado a plegarse a las condiciones impuestas por los estados parlamentarios y a tratar de pactar el Frente Único con los socialistas. En esas condiciones, a fecha de 1930, para Rosenberg, la Komintern ya no tiene razón de ser. 

Si valoramos las críticas sobre la historia del bolchevismo que Rosenberg elabora en este texto, yendo más allá de esta o aquella interpretación concreta, leyéndolas en perspectiva, y las ponemos en paralelo con las ideas elaboradas en su último libro sobre la historia de la democracia, veremos que trasparece por debajo un análisis muy semejante al que Gramsci concluye en sus Quaderni del carcere. 

El lector que reflexione sobre el análisis de fondo que nos presenta el capítulo de la obra de Rosenberg sobre la revolución rusa que hemos elegido, se percatará de que el origen de la derrota de la revolución, la causa de que esta termine, a su modo, como Revolución Pasiva se debe a la inexistencia previa de un movimiento de masas sólidamente organizado que generase una hegemonía social previa a la creación de estado revolucionario. Es decir, se debe a que la sociedad era gelatinosa, estaba desorganizada, y el movimiento de masas surge sobre la marcha, como resultado de la descomposición del orden social zarista. 

Ante la falta de sólidas trincheras y casamatas que organizasen el movimiento democrático revolucionario, y de las propias fuerzas políticas populares, la debilidad de este lo cuartea, y hace que se desintegre una vez sometido a situaciones políticas extremas. En esa situación de vacío de poder, surge el cesarismo. Un cesarismo de partido.

Para terminar, una nota más, esta vez sobre sobre Gramsci. Como el lector sabe, la caracterización de la sociedad rusa —«oriente»— como «gelatinosa», en oposición a «occidente», es propia de Antonio Gramsci. Habitualmente se interpreta la misma de forma genérica y universalizante: solo las sociedades capitalistas modernas habrían desarrollado organización capaz de estructurar y movilizar la sociedad civil: habrían organizado, esto es, una verdadera «sociedad civil». 

Sin embargo, la obra en la que Gramsci inspira la construcción de su teorización, El Dieciocho brumario de Luis Napoleón Bonaparte, de Karl Marx, es un ejemplo a contrario. Tras la Revolución Francesa de 1789, en la que un potente y autoorganizado movimiento de masas campesino —sociedad civil organizada— impone un proceso revolucionario de masas, y como consecuencia de la derrota de la misma, en 1848, el campesinado francés está gelatinoso, desorganizado, aislado familia a familia, «como patatas dentro de un saco de patatas», según la frase del propio Marx. Y esto ocurre en Francia, país cimero del mundo capitalista y burgués. 

Creo, por tanto, que la caracterización de una sociedad como organizada o gelatinosa no es algo que dependa de un determinado estadio de desarrollo capitalista, de una determinada fase de modernización o atraso social, sino de la persistente y continuada tarea de organización capilar que haya habido en esa sociedad y que haya posibilitado la estructuración de un estable y potente movimiento democrático de masas: en la Rusia de 1917, en la Francia de 1789 o en la Atenas del siglo V antes de nuestra Era.



Notas

[*] Texto escrito para su publicación como artículo en la revista Nuestra Historia, la Revista de Historia de la FIM. Nº 4, 2º semestre de 2017. Págs. 123 a 129.

[1] Eduard Meyer, El historiador y la historia antigua: Estudios sobre la teoría de la historia y la historia económica y política de la Antigüedad, México, Fondo de Cultura Económica, 1955.

[2] Aristóteles, Política, 1290 a, 1290 b, Madrid, Gredos, 1988, pág. 225. Me permito añadir a continuación una cita de la República de Platón en la que también se caracteriza la democracia como el poder de los pobres: «Nace, pues, la democracia, creo yo, cuando, habiendo vencido los pobres, matan a algunos de sus contrarios, a otros los destierran y a los demás les hacen igualmente partícipes del gobierno y de los cargos, que, por lo regular, suelen cubrirse en este régimen mediante sorteo», Platón, República 557ª, Madrid, Alianza, 1988, pág. 440.

[3] Luciano Canfora, Il comunista senza partito, seguito de Democrazia e lotta di clase nell´antichità, di Arthur Rosenberg, Palermo, Sellerio, 1984

[4] Arthur Rosenberg, Democracia y socialismo, Historia política de los últimos ciento cincuenta años (1789 – 1937), México, Cuadernos de Pasado y presente, 1981, pp. 335 y 336.

[5] Arthur Rosenberg, Historia del bolchevismo, México, Cuadernos de Pasado y Presente, 1977.

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